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Adelanto de «Llevo en mis oídos», de Abel Gilbert
Que Juan Domingo Perón y sus tres esposas hayan tocado ligeramente el piano y su secretario personal José López Rega tuviera un pasado como cantante; que en su último discurso, el General llamara “música” a la palabra del pueblo argentino y que, prometió, se la llevaría no en su memoria sino en sus oídos; que el avión que trajo al líder desde Madrid se llamara Giuseppe Verdi; que mientras el dictador Lanusse acusaba al expresidente de que no le daba el cuero para volver, el grupo Vox Dei publicara un disco llamado Cuero; o que mientras el rock se amparaba en las alegorías, Miguel Cantilo compusiera una canción como Apremios ilegales contando explícitamente una sesión de torturas son mucho más que meras coincidencias o juegos de palabras. Son claves para volver a mirar y a entender desde lo musical y lo sonoro aquellos años que oscilaron entre la esperanza, el horizonte revolucionario y el desastre que allanó el camino a la dictadura militar. Abel Gilbert aporta numerosas nuevas ideas sobre una época que nos sigue convocando como un fantasma que todavía deja sus marcas en la actualidad.
A continuación, un fragmento a modo de adelanto:
Ob-la-di-ob-la-da (definitivamente)
En julio de 1975, la presión social obligó a Isabel a desprenderse de su mano derecha. “Mientras discuten si soy brujo o astrólogo yo trabajo para el país”, se había defendido frente a las presiones. La quimera del hermético se disolvió en el aire de las protestas que lo cercaron como un anillo de la bronca en Plaza de Mayo. Esa tarde del día 15 se cantó otra vez Ob-la-di, Ob-la-da con los correspondientes anatemas dedicados al ministro que quiso anticipar en nueve meses el giro neoliberal de José Alfredo Martínez de Hoz y, además, ya se había ganado demasiados enemigos, entre ellos a la CGT. “Se fue López Rega, ahora le toca a la Martínez”, dijo Evita Montonera de ese mes. Las “crónicas de la resistencia” informaban en su quinto número sobre una plétora de actividades: habían sido ametralladas las casas de “varios carneros”; arrojado bombas Molotov contra las viviendas de tres funcionarios de Acindar y a un colectivo de los que se oponían a la huelga. En tanto, otra “poderosa bomba” había destruido “un restaurant frecuentado por la cana”. Un estudio de los abogados “defensores de la patronal de IKA-Renault” fue blanco de un artefacto al igual que el frente de la casa de Juan Arcomeros, ejecutivo de Perkins. Las explosiones habían además alcanzado a “un auto estacionado a media cuadra de la delegación de la Policía Federal en Posadas y la casa del jefe de la Brigada de Investigaciones de Bahía Blanca”.
Tres de las páginas de la tercera revista que la guerrilla peronista ponía en sigilosa circulación, estaban ocupadas por Camote. Se trataba de una historieta con guión de Héctor Oesterheld sobre un joven militante que debe pasar a la clandestinidad y se refugia en un hogar de familia peronista en un barrio popular. Camote tiene una cita con Mario, pero antes de encontrarse ve cómo lo intercepta un auto. “¡Hijos de puta, no se lo llevarán!” Los sigue y parapetado detrás de un árbol empieza a disparar. Todo se complica. “La puta, más cana”. Llegan policías y Camote cree estar solo. Pero no. “¡Qué música, es el 38 de Mario! ¡No rajó, tira desde la esquina, quiere sacarme!”. Camote escapa pero pierde su billetera con el salario y su nombre legal. “Gran boludo”. Eso le hace perder su condición de militante de superficie. “¿Dónde carajo te metemos?”. Irá a la casa de Celina. “Los viejos son peronistas desde siempre, repiolas”. “¿Una piba? ¿Qué tal está?”, quiere saber Camote. “Y, Susana Giménez no es”. La música lo había salvado.
Tener o no tener (miedo)
El 75 tiene sus penosas inscripciones familiares. Mi tío, un médico de obreros textiles y metalúrgicos en Morón, hijo de ucranianos, fue secuestrado por un grupo presuntamente parapolicial (su etérea simpatía por el Estado de Israel no lo hacía en los papeles merecedor de una captura). El rescate costó el equivalente a un departamento. Su hijo, mi primo Jorge Gelman, fue arrestado en Rosario. Tenía diecisiete años y militaba en la rama juvenil de Política Obrera. Había ido a esa ciudad a expresar su apoyo a las luchas de los trabajadores de Villa Constitución. Quedó a disposición del Poder Ejecutivo y abandonaría el país recién en 1978. La velocidad de su transformación ideológica me sorprende a la distancia, pero es, como se ha visto, consustancial con la época. La última vez que lo había visto en Morón, creo que durante un Pésaj, ritual que sostenían nuestras abuelas, estaba en su cuarto escuchando La Biblia, de Vox Dei.
El 75 fue mi absorción definitiva por parte de la música. Una tarde me compré un número de la revista Pelo que incluía un póster de Jimi Hendrix Experience. Nunca lo había escuchado, pero la imagen del guitarrista subido a los hombros de los otros dos integrantes del grupo (Noel Redding y Mitch Mitchell) me pareció lo suficientemente poderosa para que se constituya en una señal de mi nueva identidad, así que con cuatro chinches la clavé sobre un ropero blanco. Mi padre se sobresaltó al ver a esos melenudos con ropa estridente (la chaqueta de Hendrix, con esos ojos como discos o discos como ojos, nunca lo supe bien de tanto mirarla).
Desde ese momento, la música comenzó a sonar muy fuerte en mi casa. El primer disco, más allá de los Beatles, fue, claro, La Biblia, tal vez, ahora que lo escribo, por mi primo, y Pictures at an Exhibition, de Emerson, Lake & Palmer, que me lo había prestado un compañero del secundario, el tano Yanovsky, quien, para ganarse mi confianza me dijo que era baterista, habilidad que me resultó fascinante, tan ajena a mi pequeño universo del fútbol, aunque todo fue un fake, no tocaba nada, había sido apenas una treta para blindarse frente a lo que hoy llamaríamos bulín.
A mí mamá no le gustaba que el Wincofón fuera llevado a semejantes niveles de saturación del ambiente. Tampoco a mi padre, acostumbrado a los decibeles de Piazzolla y Ellington. Pero en un punto le encontraron utilidad a esa amplitud. A veces aprovechaban el alto volumen para hablar en su habitación o la cocina sobre muertes, secuestros, la inminencia de un desenlace atroz del gobierno de Isabel. Y cuando la música callaba, conversaban en el living comedor. Cómo la puerta corrediza no cerraba bien se filtraban algunas palabras sueltas sobre lo que se venía (nada diferente a lo que podía suceder con las canciones revisadas en este libro: esquirlas de un discurso acerca de la muerte).
Sobre ese trasfondo me encuentro con Sui Generis. García disolvió su grupo unos meses antes para sorpresa de sus seguidores. El recital del adiós se realizó en el Luna Park el 5 de setiembre. “Álvarez me llamó para decirme que habíamos vendido todas las entradas, y me preguntó si queríamos hacer otro”. Le dijo que sí, y así fue. “Creía que llenábamos un Luna, pero nunca pensé en dos. En realidad, yo no tenía mucha noción de la gente que arrastraba… En mi fantasía, Sui Generis era seguido por un grupo de intelectuales que entendía sólo de música y lo demás era el baile, gente que le daba lo mismo que estuviera Sui Generis o La Joven Guardia”.
Una etapa se cerraba con invitación a la melancolía: hubo un tiempo que si había sido hermoso. El que se abría a toda velocidad solo permitía recordar lo pasado soñado. En vísperas del concierto, la Juventud Sindical Peronista, fuerza de choque de la ortodoxia, daba la cara en defensa de Isabel. La difusión de la ideología y la doctrina justicialista “son tareas que asumimos sin claudicaciones convencidos de colaborar de esta forma con el proceso de organización del peronismo que no se reduce a ‘juntar gente’ sino a buscar permanentemente la unificación de los pensamientos. Este anhelo reconoce únicamente una postura alejada de los extremos, igualmente peligrosos, en los que se pretende polarizar a nuestra generación: el de los amanuenses y el de los rebeldes; lo cual, significa distante de los retardatarios como los apresurados”, declaró a Clarín el 4 de setiembre de 1975. Los únicos que podían “juntar gente” en medio del estado de sitio eran apenas Charly y Nito, y ni siquiera ellos sabían cuántos. Claro que la JSP no hablaba de los roqueritos.
Cuarenta y ocho horas antes de que el Luna Park abriera sus puertas, el general de Brigada Roberto Eduardo Viola asumía la jefatura del Estado Mayor del Ejército. En su primer mensaje exaltó la lucha que “la Nación toda” libra “contra la subversión apátrida”. El día tan esperado por los seguidores de Sui Generis fue puesto en funciones al frente del III Cuerpo de Ejército un general con apodo de depredador. El “chacal” Luciano Benjamín Menéndez asumió guiado por una certeza letal. “El terrorismo será liquidado”, dijo en La Nación el 6 de setiembre. Frente a Videla, se comprometió “a no ahorrar esfuerzos para combatir día y noche, hasta aniquilar a estos delincuentes subversivos que quieren someter a la invicta Argentina a los dictados sangrientos de regímenes importados”, consignó La Opinión el 6 de setiembre. El Comando Libertadores de América, formado por militares, policías y peronistas de ultraderecha, se sumó al augurio con nuevos atentados y asesinatos. Ese mismo 5 de setiembre, se presentaron seis denunciantes ante el Juzgado Federal en lo criminal y correccional 4. Lo hicieron en representación de familiares de personas que han sido detenidas en su momento por razones de tipo político y que ulteriormente no fueron halladas desde comienzos de 1974. Son decenas. “Piden ubicar a detenidos o desaparecidos”, tituló La Opinión el 5 de setiembre. La desaparición, dice Estela Schindel, se va recortando, sin ser aún definida como categoría estable, entre “la arbitrariedad de la violencia política y la confusión de su presentación periodística”. Ese tipo de escrito sería en un par de meses la lengua franca desechada de los tribunales. Aún no es parte habitual del vocabulario ni un sobrentendido, como lo sería años después.
Ese día, que no iba a ser cualquiera, Charly vistió un smoking blanco. Llevaría una orquídea en el ojal. También usaría galera y zapatillas también blancas. Mestre usó una camisola de bambula naranja y jeans gastados, mucho más cercano al público que se arremolinó desde temprano ante las puertas de entrada del Luna Park y compró los posters del grupo. “Hola, hola, parezco un político”, dijo el bajista Rinaldo Rafanelli mientras probaba sonido. El concierto colmó las expectativas de todos los presentes. Sui Generis tocó sus canciones grabadas e inclusive otras que serían recuperadas por García y, al sonar en esas circunstancias, quedaron como fragmentos de un cuarto disco que nunca se grabaría. Había, en el aire, desazón y entusiasmo. Esa brecha no dejaba de resaltarse. “No se quejen, chicos, ya vendrán tiempos mejores”, dijo Charly antes de cantar Fabricante de mentiras. “Esto es un aviso”, añadió, serio, como si se aprestara a hablarle al país por cadena nacional. Sonó en cambio Botas locas. La farsa anticipatoria fue breve, y de alguna manera continuada en una canción que presentó como Canterville. Se trataba de una adaptación libre de la novela de Oscar Wilde. El que habla es un fantasma. “He muerto muchas veces acribillado en la ciudad / pero es mejor ser muerto que un número que viene y va”. Muertes y números. Números de muertes. El quantum de la represión se banalizaba como simples cifras, soterrando las causas. De hecho, La Opinión cerraría el recuento del mes como más de 100 víctimas. Las cosas podían ser peores. A pocas cuadras del Luna Park se preparaba un decreto con aires de redundancia. Montoneros, que ya había pasado a la clandestinidad, sería finalmente ilegalizado por el delito de sedición en la mañana del 6.
“Y en mi tumba tengo un perro y cosas que no te hacen mal / Después de muerto, nena, vos me vendrás a visitar”. La versión posterior de El fantasma de Canterville sustituye al pichicho por los discos: hay música después de la vida. O, como pensaron muchos de los que abarrotaron el Luna Park: había música porque había vida. Pero no podía estirarse por más de dos horas. En el punto culminante del concierto, García se dirigió al público: “Ustedes saben que hay muchos chicos afuera que están hace mucho tiempo esperando entrar. O sea que, les pido… les pido por favor que… O sea, nosotros vamos a tocar un tema más…. Pero después de eso… después de eso les pido que… que ¡se vayan! O sea, los amamos muchísimo a todos, pero ustedes saben lo que pasa. Bueno, yo me despido ahora: chau, chau, chau, loco, chau…”. García pidió por último desconcentrarse en orden. “Demostremos que sabemos amar”. Y ese llamado al “orden absoluto” era, según la edición de Gente del 11 de mayo, un dato “para tener en cuenta”.
Todavía existía la posibilidad de sorpresas en esa Buenos Aires. ¿De dónde había salido a la calle tanta gente bajo el estado de sitio y sin la égida del sindicalismo, el único autorizado a ocupar el espacio público? Las cifras apabullaban. Las respuestas que se balbuceaban eran incompletas o erradas. “Sui Generis y sus 30.000 adoradores. Una catarata que no se interrumpe”, tituló Clarín el 7 de setiembre. “Los quince mil son por las dos funciones seguidas”. Fue, a las claras, el último acontecimiento de masas antes del golpe de Estado. El tratamiento musical, lamenta, abusa de la amplificación. En los pasajes de Carlos García, “el recital alcanza su mejor punto”. Tal era el desconcierto, la excentricidad del rock, que Clarín envió al recital a un frecuentador de la ópera. El mundo de los adolescentes era comentado por los adultos. Napoléon Cabrera consideró que las voces quedan “más en segundo plano por razones de calidad vocal y cierto descuido de la materia cantable… hay que decidir si se canta para añadir un timbre más o si se entona con intención de hacer llegar un mensaje poético”.
Para La Opinión, que le dedicó su preciada contraportada el 7 de setiembre, el concierto excedió el marco musical. “Y es obvio: ¿qué figura en Buenos Aires puede convocar a treinta mil personas? La fiesta estaba en la gente. En la ropa: allí se mezclaba la extravagancia y el pelo largo con el atildamiento y la pulcritud de aquellos que recién habían dejado la oficina”. Tantos que “hasta la policía parecía algo intranquila”. El público oscila entre los catorce y los veinte años. “Ningún partido político hoy puede juntar diez mil en el Parque Lezica”. La Razón puso el acento en las “quince mil gargantas” que “hicieron trepidar el Luna Park, mientras afuera otras quince mil personas aguardaban más nerviosamente la hora de entrar”. Pelo consideró que en el Luna Park se había celebrado “la mayor fiesta que hayan tenido los amantes y defensores de la música con actitud progresiva en mucho tiempo… las 36 mil personas que se encontraron para despedir a Sui Generis demostraron claramente lo que significa el rock en la Argentina”. Antena transitó la misma senda cuantitativa: “Treinta mil personas en el recital de Sui Generis… Y a este fenómeno social, ¿quién lo explica?” Una cantidad inalcanzable cuando la vida tenía a privatizarse. “Treinta mil personas: el sueño de Mirtha Legrand, Luis Sandrini, Antonio Gasalla, Ginamaría Hidalgo, Les Luthiers y Susana Rinaldi juntos. Treinta mil personas en una noche: un fenómeno digno de analizarse. Apto para preguntarse: ¿Por qué?”, el 11 de setiembre Gente se sumaba coloquialmente a esa perplejidad. “Qué mambo, loco, qué mambo (reunieron más gente que Gardel). Una población que iba de los trece a los diecinueve años”.
Entre los adolescentes para los que cantaba Sui Generis estaban los chicos de UES: el comandante montonero Roberto Perdía se demoraría veintitrés años en entender la razón de sus gustos. También habían ido al estadio aquellos que tenían esa edad o eran apenas mayores cuando en 1973 se encontraron en la calle ocasionalmente con Cortázar. “He hablado con mucha gente en la calle, incluso gente joven, y me sorprendió que ellos fueran ingenuos, que piensen que a partir del 25 de mayo aquí entramos en una especie de jauja. Va a ser un despertar bastante triste”. La “Joda” no era un chiste, y eso también se anunciaba en Adiós Sui Generis, la película sobre el concierto que tuvo a Gleyzer como director de fotografía. Al comienzo, la cámara busca frente a la cola las razones de tanta espera. Las respuestas tienen que ver con las canciones y lo que los ídolos significan. Un testimonio desentona.
“Tengo miedo”, dice apenas.
Tres meses más tarde, la UES denunciaría la “desaparición de varios miembros”. ¿Alguno de ellos habría sido parte de los treinta mil del Luna Park? Antes de ser una sumatoria del exterminio, la cuantía estaba instalada cerca del río.
El domingo 5 de octubre de 1975, Montoneros atacó los cuarteles del Regimiento de Infantería Monte 29, el Casino de Suboficiales de dicha fuerza y el Aeropuerto “El Pucú”. Horas más tarde, el presidente interino Ítalo Luder firmó el decreto 2770/75 por el cual las Fuerzas Armadas “procederán a ejecutar operaciones militares y de seguridad que sean necesarias a efectos de aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo el territorio del país”. De acuerdo con Marina Franco, el universo de significados en torno a la “eliminación”, “erradicación” y “aniquilación” del “enemigo subversivo” tenía circulación y defensores en diversos actores políticos desde hacía tiempo. Pero el Poder Ejecutivo tuvo en aquel octubre, “la responsabilidad inmensa de su fuerza de ley, pero expresaba un consenso que trascendía ampliamente los círculos gubernamentales”. Al punto que “las nuevas medidas no generaron reacciones evidentes en ningún sector del espectro político”. Por el contrario, la cámara de Diputados aprobó una declaración de solidaridad con las FFAA y la policía. “¿Estilo militar? ¿Marinero? ¿O, mejor, jean?”, se preguntó Gente el 9 de octubre, tres días después del decreto. “Elija, esta es la moda que se viene”. Veinte días más tarde, Videla viajó a Montevideo para participar de la XI Conferencia de Ejércitos Americanos. La seguridad, dijo, se lograría a cualquier precio: “si es preciso, en la Argentina van a morir todas las personas necesarias para lograr la paz del país”.
Llevo en mis oídos
Música y sonidos de Cámpora y Perón a Isabel y López Rega
Escrita por: Abel Gilbert
Publicada por: Gourmet Musical
Edición: primera edición
ISBN: 978-987-3823-81-7
Disponible en: Libro de bolsillo
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