«Diario de Moscú», de Walter Benjamin

25 DE ENEROLa escasez de vivienda del lugar genera un efecto particular: si uno sale a la calle por la noche, a diferencia de en otras ciudades, las ventanas de las casas, grandes y pequeñas, están casi todas iluminadas. Si la luz que emana de estas ventanas no fuera tan heterogénea, uno podría llegar a pensar que es una iluminación (escenográfica). En los últimos días también me he dado cuenta de una cosa: no solo la nieve puede hacerte sentir nostalgia de Moscú, sino también el cielo. No hay ninguna otra ciudad en la que haya tanto cielo. Las pequeñas casas ayudan a que sea así. En esta ciudad siempre puedes sentir el vasto horizonte de las estepas rusas. Una cosa nueva y alegre, un niño en la calle cargando una tabla con pájaros disecados. De modo que también venden este tipo de pájaros en la calle. Aun más me llamó la atención la procesión “roja” con la que me crucé en la calle ese día. El ataúd, el carro, las bridas rojas del caballo. En otra ocasión vi un carro del gremio del tranvía que estaba pintado con imágenes propagandísticas, por desgracia pasó tan rápido que no pude reconocer ningún detalle. Sigue siendo sorprendente el gran exotismo que se genera en la ciudad. En el hotel puedo ver cada día tantos rostros mongoles como desee. Hace poco aparecieron unas figuras en la calle de enfrente, con abrigos rojos y amarillos, sacerdotes budistas, como me dijo Basseches, que están participando en un congreso que tiene lugar en Moscú. Las revisoras del tranvía, en cambio, me recuerdan a un pueblo primitivo del norte. Están quietas en su sitio en el tranvía, con su abrigo de pieles, como las mujeres samoyenas en sus trineos. Ese día logré resolver varios asuntos. Por la mañana, me ocupé de los preparativos del viaje. Fue una estupidez por mi parte permitir que sellaran las fotos de mi pasaporte, porque eso hizo que tuviera que hacerme una fotografía rápidamente en el Boulevard Strasnoi. Luego hice otros mandados. La tarde anterior, Rachlin me puso en contacto con Illés y quedé en pasarlo a buscar por Narkompros cerca de las dos. Tuve que esforzarme por encontrarlo. Perdimos mucho tiempo porque fuimos caminando desde el Ministerio hasta el cine Gos, donde Illés tenía que hablar con Panski. Poco antes, lamentablemente, se me ocurrió procurarme imágenes de La sexta parte del mundo en el cine Gos y le transmití mi deseo a Panski. Entonces tuve que escuchar cosas de lo más abstrusas: en el extranjero no podía mencionarse el filme, lo habían montado con fragmentos de películas extranjeras, ni siquiera sabían de cuáles se trataba, temían que surgieran problemas. En resumen, estaba dando muchas vueltas. Luego intentó con todas sus fuerzas que Illés se pusiera a trabajar con él de inmediato en la filmación de Attentat. Pero educadamente Illés mantuvo su negativa, de modo que por fin yo tuve oportunidad de conversar con él en un café (Lux) cercano. Fue muy productivo, tal y como esperaba; me resultó muy interesante el bosquejo que me ofreció de los grupos literarios contemporáneos en Rusia en función de la orientación política de los distintos autores. Después fui directamente a ver a Reich. Por la tarde, estuve de nuevo en casa de Rachlin, porque Asja me había pedido que fuera. Estaba agotado y fui en trineo. Arriba me encontré con el ineludible Ilyusha, que había comprado una montaña de dulces. Yo no había llevado vodka, tal y como me había pedido Asja, porque no lo había encontrado, sino vino de Oporto. Ese día, como el resto que siguieron, habíamos tenido una larga conversación telefónica, del estilo de las que solíamos mantener en Berlín. A Asja le gusta mucho decir cosas importantes por teléfono. Me dijo que quería vivir conmigo en Grunewald y no le gustó nada cuando le respondí que no funcionaría. Esa noche Rachlin me regaló el sable caucásico. Me quedé hasta que se fue Ilyusha; yo no estaba de muy buen humor; luego un poco mejor, cuando Asja se sentó a mi lado en un sofá de dos plazas, de esos en los que quedas de espaldas. Ella se sentó de rodillas sobre su asiento y agarró mi sobrecuello de seda parisino. Por desgracia, yo ya había cenado en casa, así que no comí muchos de los dulces que estaban sobre la mesa.

26 DE ENEROEstos días hizo un calor espectacular. Moscú se me vuelve a revelar muy cercana. Tengo ganas de aprender ruso, como durante los primeros días de mi estancia aquí. Hace calor pero el sol no deslumbra, así que me resulta más fácil observar a mi alrededor en las calles y cada día me parece un regalo multiplicado por dos o por tres, porque todos son muy bonitos, porque siento a Asja cerca cada vez más a menudo y porque disfruto cada día que va más allá de la duración prevista de mi viaje. También descubro muchas cosas nuevas. Sobre todo en relación con los vendedores: un hombre con un fardo de pistolas para niños colgando del hombro, que lleva una en la mano y de vez en cuando lanza un disparo al aire claro que resuena por toda la calle. También hay muchos vendedores de todo tipo de cestas coloridas, que se parecen un poco a las que se pueden comprar en Capri por todas partes, cestas con dos asas con un diseño de cuadrados regulares, con cuatro puntos de colores en el centro de cada uno. También vi a un hombre con un gran cesto de viaje en cuyo tejido se entrelazaban hebras verdes y rojas; pero él no era un vendedor. Esta mañana intenté en vano despachar mi valija en la aduana. Como no tenía el pasaporte (lo había entregado para que me concedieran el visado de salida), solo accedieron a recibir la valija pero no a despacharla. Por lo demás, esta mañana no pude resolver nada, comí en el pequeño restaurante del sótano y por la tarde fui a ver a Reich, a quien llevé manzanas, tal y como Asja me había pedido. No vi a Asja en todo el día, pero tuve dos largas conversaciones telefónicas con ella, por la tarde y por la noche. Por la noche escribí una réplica al artículo de Schmitz sobre el Potemkin.

27 DE ENEROTodavía llevo el abrigo de Basseches. Hoy fue un día importante. Por la mañana volví a ir al Museo del Juguete y hay alguna posibilidad de que el asunto de las fotografías funcione. Vi los objetos que Bartram tenía en su despacho. Me llamó mucho la atención un mapa colgado en la pared, estrecho pero alargado, que exponía alegóricamente la historia como una sucesión de corrientes representadas con franjas sinuosas de varios colores. En el cauce de cada corriente se podían ver datos y nombres en orden cronológico. El mapa era de principios del siglo xix, aunque yo habría dicho que tenía ciento cincuenta años menos. Había un interesante reloj mecánico cerca, un paisaje que colgaba en la pared en una caja acristalada. El mecanismo estaba roto, y también el reloj al ritmo de cuyas campanadas otrora se habían movido molinos de viento, ruedas hidráulicas, postigos y personas. A su lado, a izquierda y derecha, también cubierto por un cristal, había composiciones en relieve del mismo estilo, el saqueo de Troya y Moisés sacando agua de una roca. Pero estos no se movían. También había libros infantiles, una colección de cartas y mucho más. Ese día (jueves) el museo estaba cerrado y llegué hasta Bartram atravesando un patio. A un lado había una iglesia antigua especialmente bonita. Sorprende mucho la gran variedad de estilos de campanario. Supongo que los más estrechos y delicados, con forma de obelisco, deben ser el siglo xviii. Estas iglesias se elevan más allá de los patios interiores del mismo modo que las iglesias de pueblo, solo que en mitad de un paisaje arquitectónico más exiguo. Me fui a casa directamente para dejar un cuadro enorme: un extravagente volante, aunque deteriorado y que lamentablemente estaba pegado a un cartón, que Bartram me había regalado porque lo tenía duplicado en su colección. Luego fui a ver a Reich. Allí me encontré con Asja y Manja, que acababan de llegar. (A la encantadora Dascha, una judía ucraniana que estaba cocinando para Reich, solo la conocí en mi siguiente visita). Cuando aparecí, el ambiente estaba caldeado y tuve que esforzarme por que no cargaran contra mí. Entendí de qué trataba el asunto, pero la cuestión era tan absurda que no tengo ninguna intención ni de recordarla. En esta tesitura, poco después estalló una discusión entre Reich y Asja, mientras Asja, de malos modos y enojada, le estaba haciendo la cama. Finalmente nos fuimos. Asja se debatía interiormente con los esfuerzos que estaba haciendo por encontrar un trabajo, y nos habló de ello por el camino. En realidad solo fuimos juntos hasta la parada del tranvía. Tenía algunas esperanzas de verla por la noche, pero antes una llamada telefónica decidiría si tenía que ir a ver a Knorrin. Ya me había acostumbrado a depositar las mínimas esperanzas en tales encuentros. Y cuando me llamó por la noche, diciendo que estaba demasiado cansada y que había anulado la cita con Knorrin, pero que le había llegado un mensaje de la modista para que fuera a recoger el vestido esa misma noche, porque al día siguiente no habría nadie en el departamento porque tenía que ir al hospital, abandoné toda esperanza de verla por la noche. Pero no fue así: Asja me propuso que nos encontráramos delante de la casa de la modista y me prometió que luego iríamos a algún lugar. Pensamos en uno de los locales en Arabat. Llegamos a la vez a la casa de la modista, que estaba al lado del Teatro Revoluzie. Estuve esperando una hora; al final pensé que se me había escapado mientras me había ausentado brevemente para ir a ver uno de los patios del edificio, que tenía nada menos que tres. Estuve diez minutos repitiéndome que mi espera no tenía sentido hasta que finalmente apareció. Fuimos a Arbat. Y allí, después de dudar un poco, fuimos a un restaurante llamado Praga. Subimos unas amplias escaleras que dibujaban una curva hasta el primer piso y llegamos a una sala luminosa, con muchas mesas, la mayoría de las cuales estaban libres. Al fondo a la derecha había un estrado donde, con largos intervalos, tocaba una orquesta o hablaba un maestro de ceremonias o cantaba un coro ucraniano. Ni bien nos sentamos, quisimos cambiarnos de mesa. Asja quería sentarse junto a la ventana. Tenía vergüenza porque llevaba puestos unos zapatos rotos y habíamos entrado en un local “fino”. En la modista se había puesto el vestido nuevo hecho con una tela negra vieja y comida por las polillas. Le quedaba muy bien, se parecía mucho al vestido azul. Al principio hablamos de Astachoff. Asja pidió una brochette de carne y una cerveza. Estábamos sentados uno enfrente del otro, más de una vez pensamos en mi partida, hablamos sobre ello y nos miramos a los ojos. Fue entonces cuando Asja dijo sin rodeos, tal vez por primera vez, que durante un tiempo había tenido muchas ganas de casarse conmigo. Y al no ocurrir, ella pensó que yo, y no ella, era el culpable de haber desperdiciado la oportunidad. (Quizás no usó una palabra tan fuerte como “desperdiciar”; ya no me acuerdo). Le dije que el hecho de querer casarse conmigo tenía que ver con sus demonios. Sí, ella había pensado lo increíblemente raro que hubiese sido que la presentara a mis amigos como mi mujer. Pero ahora, después de la enfermedad, ya no tenía más demonios. Se sentía completamente pasiva. Ahora nuestra relación ya no tenía futuro. Le dije: “Te tengo mucho aprecio, si estás en Vladivostok iré a Vladivostok”. “¿Vas a hacerte amigo íntimo del general rojo también?”. “Si el general es tan tonto como Reich y no te echa de la casa, yo no tengo nada en contra”. Y si te echa tampoco tengo nada en contra. En otro momento, me dijo: “Ya me acostumbré mucho a estar contigo”. Y, por último, yo le contesté: “Ni bien llegué aquí, te dije que me casaría contigo de inmediato. Aunque no sé si realmente lo haría. Creo que no aguantaría”. Me respondió algo muy bonito: “¿Por qué no? Soy un perro fiel. Cuando vivo con un hombre actúo como una bárbara. Sé que está mal pero no puedo evitarlo. Si estuvieses conmigo no experimentarías todo eso, el miedo o la tristeza que sientes con tanta frecuencia”. Así continuamos hablando sobre muchas cosas. De si me gustaría pensar en ella siempre que mirara la luna. Yo le dije que esperaba que la próxima vez que nos viéramos las cosas estuviesen mejor.

¿Para poder estar las 24 horas del día encima mío?”. Yo le contesté que no pensaba en eso sino en estar más cerca de ella, en hablar con ella. Si estuviese cerca de ella otra vez, entonces ese otro deseo reaparecería. “Qué agradable”, dijo. Esta conversación me tuvo muy intranquilo al día siguiente, incluso esa misma noche. No obstante, mi voluntad de viajar fue más fuerte que el deseo de estar con ella, aunque, probablemente, esto solo se debiera a las múltiples inhibiciones que ella tenía. Tal y como las tenía ahora. La vida en Rusia, dentro del Partido, me resulta demasiado difícil y, fuera de él, uno tiene muchas menos oportunidades y la vida es apenas un poco menos difícil. Pero ella está muy arraigada en Rusia. Naturalmente extraña Europa y esto tiene mucho que ver con la atracción que siente por mí. Para mí lo más obvio, lo más importante, sería vivir en Europa con ella, si pudiese convencerla. No creo que yo pueda vivir en Rusia. Fuimos en trineo a su apartamento, abrazándonos fuertemente. Estaba oscuro. Esta fue la única vez que compartimos la oscuridad en Moscú, en la calle y sentados en el pequeño asiento del trineo.

28 DE ENEROHacía un día espléndido de deshielo, salí temprano a pasear por las calles a la derecha de Arbat, como me había propuesto hace tiempo. Llegué a la plaza donde anteriormente se encontraba la vivienda de los perros de los zares. En torno a ella había un conjunto de casas bajas, algunas con portales sostenidos por columnas. Entre ellas había, a un lado, edificios más nuevos, altos y horribles. Aquí está el Museo del estilo de vida de los años cuarenta, ubicado en una edificación baja de tres pisos, cuyos ambientes están decorados con mucho gusto y que muestra cómo vivían los burgueses ricos de esa época. Hay muchos muebles bonitos, con muchas reminiscencias del estilo Louis Philippe: cajitas, arañas, espejos trumeau, biombos (uno de ellos es muy extraño, tiene un cristal grueso con un entramado de madera). Todos

Diario de Moscú

Narra las vivencias de Walter Benjamin cuando viajó a Rusia, entre diciembre de 1926 y febrero de 1927, para reflexionar sobre la conveniencia de afiliarse al Partido Comunista Ruso.

Escrita por: Walter Benjamin

Publicada por: Ediciones Godot

Fecha de publicación: 04/01/2019

ISBN: 9789874086655

Disponible en: Libro de bolsillo