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«La vida secreta de la mente», de Mariano Sigman
¿Es mejor confiar en la razón o en las corazonadas cuando tomamos decisiones?¿Es posible leer la mente de alguien?¿Qué es y cómo nos gobierna el inconsciente?¿Qué hace que confiemos (o no) en los otros? ¿Por qué creemos que aprender un nuevo idioma es mucho más difícil para un adulto que para un niño?¿Es cierto que nuestro cerebro es plástico y que nunca es demasiado tarde para aprender?
Mariano Sigman responde estas y muchas otras preguntas de la mano de la neurociencia y de la psicología experimental, y conduce un viaje a lo más íntimo del cerebro humano en el que recorre todos los recovecos de nuestra mente para entender qué define nuestra identidad, cómo forjamos ideas en nuestros primeros días de vida, cómo soñamos e imaginamos, por qué sentimos ciertas emociones, cómo aprendemos, y cómo olvidamos.
A continuación, un fragmento a modo de adelanto:
Corazonadas: La metáfora precisa
Hasta ahora hablamos de los procesos de toma de decisión como si perteneciesen a una clase común, regidos por los mismos principios y ejecutados en el cerebro por circuitos similares. Sin embargo, todos percibimos que las decisiones que tomamos pertenecen por lo menos a dos formas cualitativamente distintas; unas son racionales y podríamos esgrimir sus argumentos; las otras no. Son las corazonadas, esas decisiones inexplicables que sentimos que nos dicta el cuerpo. Pero ¿son realmente dos maneras distintas de decidir? ¿Nos conviene elegir algo de acuerdo con nuestras intuiciones o deliberar cuidadosa y racionalmente cada decisión?
En general asociamos la racionalidad con la ciencia, mientras que la naturaleza de las emociones parece misteriosa, esotérica y esencialmente inexplicable. Derribemos este mito con un experimento sencillo.
– Los neurocientíficos Lionel Naccache y Stanislas Dehaene —mi mentor en París— hicieron un experimento en el que le muestran una carta con un número a una persona tan fugazmente que cree no haber visto nada. A esta presentación, que no alcanza a activar la conciencia, se la llama subliminal. Luego le piden que diga si el número de la carta es mayor o menor que cinco, y sucede algo extraordinario desde la perspectiva del que decide, pues acierta en la mayoría de los casos. El que toma la decisión lo percibe como una corazonada, pero desde el punto de vista del experimentador queda claro que la decisión se indujo de forma inconsciente con un mecanismo muy similar al de las decisiones conscientes.
Es decir, en el cerebro, las corazonadas no son tan diferentes de las decisiones racionales. Pero el ejemplo anterior no captura toda la riqueza de la fisiología de las decisiones inconscientes. De hecho, la etimología inmediata del término corazonada —un proceso que se origina en el corazón y no el cerebro— agrega una buena dosis de precisión sobre la génesis.
Para entender esto, basta con morder un lápiz. Probá poner un lápiz entre tus dientes, a lo largo de la boca. Inevitablemente, los labios se arquean remedando una sonrisa. Esto, claro, es un efecto mecánico, no el reflejo de una emoción. Pero no importa, uno igual siente cierto bienestar. El mero gesto de la sonrisa alcanza para eso. En esa situación, una escena de cine nos parecería más entretenida que si sostuviésemos el lápiz con los labios, como sacando trompa, produciendo una mueca mucho más seria. Entonces, la decisión de que algo es divertido o aburrido no se origina solamente en una evaluación del mundo externo, sino en reacciones viscerales que se producen en el mundo interno. Descubrimos que alguien nos gusta, que algo conlleva riesgo o que un gesto nos emociona porque nos late el corazón más rápidamente.
Esto revela un principio importante. El cerebro recibe de los sentidos información emocional —pongamos, por caso, de tristeza o alegría— que luego se expresa en variables corporales. Las emociones tienen asociadas expresiones faciales, aumento de la humedad de la piel, del ritmo cardíaco o de la segregación de adrenalina. Esta es la parte más intuitiva del diálogo. Pero el experimento del lápiz muestra que este diálogo es recíproco, pues el cerebro identifica variables corporales para decidir si siente una emoción. A tal punto es así que la inducción mecánica de una sonrisa hace que nos sintamos mejor o que valoremos algo más positivamente que cuando nuestra cara expresa seriedad.
Que los estados corporales puedan afectar nuestro proceso de decisión es una muestra fisiológica y científica de lo que percibimos como una corazonada. Al tomar una decisión de forma inconsciente, la corteza cerebral evalúa diferentes alternativas y, al hacerlo, estima posibles riesgos y beneficios de cada opción. El resultado de este cómputo se expresa en estados corporales a partir de los cuales el cerebro puede reconocer el riesgo, el peligro o el placer. El cuerpo se convierte en un reflejo del mundo externo.
El cuerpo en el casino y en el tablero
El experimento clave para demostrar cómo las decisiones se nutren de corazonadas se hizo con dos mazos de cartas.
– Como en tantos juegos de mesa, aquí se mezclan los ingredientes de las decisiones de la vida real: ganancias, pérdidas, incertidumbre y riesgo. El juego es simple pero impredecible. En cada turno, el jugador solo elige de qué mazo tomar una carta. El número de la carta descubierta indica las monedas que se ganan (o se pierden si es negativo). A medida que va descubriendo cartas, la persona tiene que evaluar cuál de los dos mazos es más redituable a lo largo de todo el experimento.
Tal como una persona en el casino, que tiene que elegir entre dos máquinas tragamonedas solo observando durante un tiempo cuántas veces y cuánto paga cada una. Pero, a diferencia del casino, este juego que ideó el neurobiólogo Antonio Damasio no es puro azar; hay un mazo que en promedio paga más que el otro. Si se descubre esta regla, el procedimiento es simple: elegir siempre del mazo que paga más. Hete aquí la martingala infalible.
La dificultad radica en que el jugador tiene que descubrir esta regla ponderando una larga historia de pagos en medio de grandes fluctuaciones. Después de muchísima práctica, casi todos descubren la regla, son capaces de explicarla y, naturalmente, de elegir cartas del mazo correcto. Pero el gran hallazgo sucede mientras se forja el descubrimiento, entre intuiciones y corazonadas. Aun antes de ser capaces de enunciar la regla, los jugadores empiezan a jugar bien y eligen con más frecuencia las cartas del mazo correcto. En esta fase, pese a jugar mucho mejor que si lo hiciesen al azar, los jugadores no pueden explicar por qué optan por el mazo correcto (el que paga más en el largo plazo). A veces ni siquiera saben que eligen más de un mazo que del otro. Pero aparecen en el cuerpo signos inequívocos. En efecto, en esta etapa, cuando el jugador está por elegir del mazo incorrecto, aumenta la conductancia de su piel, indicando un incremento en la transpiración, que a su vez es reflejo de un estado emocional. Es decir, el jugador no puede explicar que uno de los mazos resulta mejor que el otro, pero su cuerpo ya lo sabe.
– Con mi colega María Julia Leone, neurocientífica y maestra internacional de ajedrez, llevamos este experimento al tablero, siguiendo la receta borgeana del ajedrez como metáfora de la vida. Dos maestros se enfrentan. Tienen treinta minutos para tomar una serie de decisiones que organizan a sus ejércitos. En el tablero, la batalla es a muerte y las emociones a% oran. Durante la partida registramos la traza del corazón de los jugadores. El ritmo cardíaco —al igual que el estrés— aumenta con el transcurso de la partida, a medida que apremia el tiempo y se acerca el » n de la batalla. También se dispara el corazón cuando el oponente comete un error que decide el curso de la partida.
Pero lo más trascendente que descubrimos fue lo siguiente: pocos segundos antes de que un jugador cometa un error, su ritmo cardíaco cambia. Es decir, en una situación de opciones incontables, con una complejidad que se asemeja a la de la vida misma, el corazón se alarma mucho antes de tomar una mala decisión. Si el jugador advirtiera esto, si supiera escuchar lo que dice su corazón, podría quizás evitar muchos de los errores que finalmente comete.
Esto es posible porque el cuerpo y el cerebro tienen las claves para la toma de decisiones mucho antes de que estos elementos sean conscientes para nosotros; las emociones expresadas en el cuerpo funcionan como una alarma que nos alerta sobre posibles riesgos y errores. Esto desmorona la idea de que la intuición pertenece al ámbito de la magia o de la adivinación. No hay ningún conflicto entre la ciencia y las corazonadas; por el contrario, las intuiciones funcionan de la mano junto con la razón y la deliberación, en pleno territorio de la ciencia.
¿Decisiones o corazonadas?
La respuesta es definitiva: depende. El psicólogo social Ap Dijksterhuis encontró, en un experimento que todavía hoy genera controversias, que la complejidad de la decisión es lo que dicta cuándo conviene deliberar y cuándo intuir. Dijksterhuis encontró esta regularidad tanto en decisiones de juguete, en el laboratorio, como en decisiones en la vida real.
– En el laboratorio construyó un juego en el que había que evaluar dos opciones, por ejemplo dos coches, y elegir la que maximizaba alguna función de utilidad. A veces, las dos alternativas diferían solo en una dimensión como el precio. En ese caso, la decisión era sencilla, mejor el más barato. Luego, el problema se volvía progresivamente más complejo, pues los dos coches diferían en consumo, precio, seguridad, confort, riesgo de robo, capacidad, contaminación.
El hallazgo más sorprendente de Dijksterhuis fue descubrir que, cuando hay muchos elementos en juego, la corazonada es más efectiva que la deliberación. Algo parecido a lo que intuyeron Les Luthiers en su célebre parodia “El que piensa, pierde”.
El mismo patrón aparece en decisiones en la calle. Para observarlo les preguntaron a personas que salían de comprar pasta de dientes — elección sencilla si la hay— cómo habían tomado esa decisión. Un mes después, el que había pensado más la decisión estaba más satisfecho que el que no la había deliberado. En cambio, observaron el resultado opuesto cuando entrevistaron a personas que salían de comprar muebles (una decisión compleja, con muchas variables como precio, volumen, calidad, belleza). Igual que en el laboratorio, los que menos pensaron eligieron mejor.
Los procedimientos de ambos experimentos son bien distintos, pero la conclusión es la misma. Cuando tomamos una decisión que se resuelve ponderando un pequeño número de elementos, elegimos mejor si nos tomamos tiempo para pensar. En cambio, cuando el problema es complejo, en general decidimos mejor al seguir una corazonada que si meditamos largamente y le damos muchas vueltas —mentales— al asunto.
Algo sabemos de la conciencia, es bastante estrecha y en ella podemos alojar poca información. El inconsciente, en cambio, es mucho más vasto. Esto nos permite entender por qué para tomar decisiones con pocas variables en juego —precio, calidad y tamaño de un producto, por ejemplo— nos conviene pensar bien antes de actuar. Ante este tipo de situaciones en las que podemos evaluar mentalmente todos los elementos al mismo tiempo, la decisión racional es mejor y más efectiva. También entendemos por qué, cuando hay muchas más variables en juego que las que la conciencia puede manipular al unísono, las decisiones inconscientes, rápidas e intuitivas, aun cuando sean solo aproximadas, resultan más efectivas.
Olfateando el amor
Quizá las decisiones más importantes y complejas que tomamos sean las sociales y afectivas. Parecería extraño, casi absurdo, decidir de quién enamorarse de manera deliberada, evaluando de forma aritmética los argumentos a favor y en contra de esa persona que tanto nos gusta. Esto no sucede así. Uno simplemente se enamora por razones que en general desconoce y que solo puede esbozar después de un tiempo.
En las llamadas fiestas de feromonas, cada participante olfatea la ropa usada que el resto de los invitados cuelga en un perchero. Solo así, a través del olfato, eligen a quién acercarse. Elegir así parece natural porque asociamos el olfato con la intuición, como cuando decimos“algo me huele mal”. Y porque todos reconocemos cuánto evoca el entrañable e indescriptible olor de las sábanas de la persona amada. Pero a la vez es extraño porque, claro, el olfato no es el más preciso de nuestros sentidos. En fin, parece bastante probable que uno pueda llevarse un gran » asco olfateando a un compañero o compañera de » esta y que luego deba huir espantado blasfemando contra la insensatez de su nariz.
– El biólogo suizo Claus Wedekind hizo de este juego un experimento de magnífica trascendencia. Hizo que unos cuantos varones usaran, sin desodorantes ni perfumes, la misma remera durante unos cuantos días. Luego, una serie de mujeres olía las remeras y decía cuán placentero le resultaba cada olor —también se hizo al revés, por supuesto; ellas transpirando remeras, y ellos eligiendo—. Wedekind no hizo este experimento a la pesca, para ver si encontraba algún resultado curioso, sino que partía de una hipótesis que había forjado al observar el comportamiento de roedores y otras especies. Exploraba sobre la premisa de que cuando se re» ere a olores, gustos y preferencias inconscientes, nos parecemos mucho a la bestia que todos llevamos dentro.
Cada individuo tiene un repertorio inmune distinto, lo que explica, en parte, por qué frente al mismo virus algunos nos enfermamos y otros no. Podemos pensar cada sistema inmune como un escudo. Si se superponen dos escudos que ocupan la misma porción del espacio, se vuelven redundantes. En cambio, dos que cubren distintas porciones protegen juntos una super» cie mayor. La misma idea se traslada —con ciertos bemoles que aquí sorteamos— al repertorio inmune, pues de dos individuos con repertorios inmunes muy distintos resulta una cría con mayor e» ciencia inmunitaria.
En los roedores, que se huelen mucho más que nosotros, la preferencia sigue una regla simple regida por este principio: eligen parejas con olores que suelen tener un repertorio inmune distinto. Esta era la base sobre la que Wedekind hizo su experimento. Había medido en cada uno de los participantes el complejo mayor de histocompatibilidad (MHC, por su acrónimo en inglés), una familia de genes implicados en la diferenciación de lo propio y lo ajeno en el sistema inmunitario. Y el resultado extraordinario es que cuando juzgamos por el olfato, lo hacemos de acuerdo con la misma premisa que nuestros primos roedores; a una mujer le resultan, en promedio, más placenteros los olores de hombres que tienen un MHC distinto. Así, las fiestas de feromonas promueven la diversidad. Por lo menos en lo que al repertorio inmune se refiere.
Pero esta regla tiene una excepción notable. La preferencia de olores de una hembra ratón se invierte cuando está embarazada (o cuando no es fértil). Entonces prefiere olores de ratones con MHC similares al suyo. La versión narrativa y simplificada de este resultado es que así como la búsqueda de complementariedad puede ser beneficiosa al aparearse, con la cría ya en el vientre conviene mantenerse cerca del nido conocido, en familia, con los iguales.
¿Acaso sucederá el mismo cambio de preferencia olfativa cuando las que eligen son mujeres? Podemos intuir esto porque, en medio de la revolución hormonal que sucede durante el embarazo, el cambio en la percepción del olor y del gusto es uno de los efectos más distintivos. Wedekind estudió cómo cambiaba la preferencia olfativa cuando una mujer tomaba una píldora anticonceptiva basada en esteroides, que estimulan un estado hormonal muy similar al del embarazo. Así descubrió que, al igual que en los roedores, el resultado se invertía, y los olores de remeras transpiradas por hombres con MCH similares eran considerados los más agradables.
Este experimento ilustra un concepto más general. Muchas de las decisiones emocionales y sociales son bastante más estereotipadas que lo que reconocemos. En general, este mecanismo está enmascarado en el misterio del inconsciente y, por eso, no percibimos el proceso de deliberación. Pero ahí está, en el subterráneo de una maquinaria que quizá se forjara mucho antes de que nosotros estuviésemos aquí, dando vueltas, para reflexionar sobre estas cuestiones.
En síntesis, las decisiones que siguen a corazonadas e intuiciones, que por ser inconscientes suelen percibirse como mágicas, espontáneas y sin principios, en realidad están reguladas y son a veces marcadamente estereotipadas. De acuerdo con las virtudes y limitaciones mecánicas de la conciencia, parece sensato delegar las decisiones sencillas en manos del pensamiento racional y dejar las complejas libradas al olfato, el sudor y el corazón.
Creer, saber, confiar
Al tomar una decisión, además de ejecutar la opción elegida, el cerebro genera una creencia. Es lo que percibimos como confianza o convicción en lo que hacemos. A veces compramos algo en el quiosco con la certeza de que era exactamente lo que queríamos. Otras veces nos vamos esperando que ese chocolate endulce un poco la frustración de no haber sabido elegir bien. El chocolate es el mismo, pero la percepción sobre lo que decidimos, de torpeza y amargura, es muy diferente.
Todos alguna vez con» amos ciegamente en una decisión que tomamos y que luego resultó equivocada. O al revés, en cuántas situaciones obramos sin convicción cuando en realidad teníamos todos los argumentos para estar insuflados de confianza. ¿Cómo se construye la confianza? ¿Por qué algunas personas sienten un exceso de confianza permanente, hagan lo que hagan, y otras, en cambio, viven en la duda? El estudio científico de la confianza —o de la duda— resulta particularmente seductor porque abre una ventana a la subjetividad; ya no es el estudio de nuestros actos observables sino de nuestras creencias privadas. Desde una perspectiva meramente pragmática tampoco es un asunto menor, pues estar seguros o no de nuestras acciones define nuestro modo de ser.
– La manera más sencilla de estudiar la confianza es pedirle a alguien que dibuje un punto en una línea, en la que un extremo representa la convicción absoluta y el otro, la duda respecto de la decisión tomada. Otra forma de detectar la confianza es echando mano del lucro, pidiendo que elija si quiere cobrar un monto fijo por la decisión tomada o si pre» ere apostar por ella. Si tiene mucha confianza en la decisión que acaba de tomar, estará inclinado a apostar (cien volando). Si, en cambio, descree de su elección, preferirá el monto fijo (pájaro en mano). Los dos artilugios para medir la confianza son muy consistentes; los que manifiestan una firme convicción en el extremo de la línea, también apuestan fuerte. Y, al revés, aquellos que tienden a expresar una confianza baja en sus decisiones son poco proclives a apostar por ellas.
Este paralelismo entre confianza y apuestas tiene relevancias obvias en la vida cotidiana. Apostar o invertir mal en cuestiones monetarias, emocionales, profesionales, políticas o familiares supone un gran costo. Y esto proviene, naturalmente, de un sistema distorsionado de confianza. Pero este paralelismo también tiene consecuencias científicas. Este tipo de experimentos nos permiten preguntarnos sobre la subjetividad en áreas que antes parecían inabordables. Al medir la predisposición a apostar estamos descubriendo algo acerca de la confianza percibida por quienes no pueden expresar sus creencias. Así, con estos experimentos, hoy sabemos que ratones, delfines, monos y bebés de menos de seis meses de vida ya toman decisiones que vienen acompañadas de una creencia en la elección que acaban de tomar.
La vida secreta de la mente
Ciencia aplicada a la vida cotidiana para entender(nos) mejor. Todo lo que siempre te preguntaste sobre tu mente -y todo lo que ni siquiera imaginaste que podrías preguntarte-, en el libro que tu cerebro espera leer.
Escrita por: Mariano Sigman
Publicada por: Debate
Fecha de publicación: 10/01/2015
Edición: 1a
ISBN: 9789873752315
Disponible en: Libro de bolsillo
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