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«La gran brecha», de Joseph E. Stiglitz
Una gran brecha separa a los muy ricos de los demás, y esa desigualdad, hoy en el centro del debate económico, se ha convertido en una preocupación cada vez más acuciante incluso para ese 1 por ciento privilegiado, que empieza a ser consciente de la imposibilidad de lograr un crecimiento económico sostenido si los ingresos de la inmensa mayoría están estancados. La desigualdad es la mayor amenaza para la prosperidad.
En una época definida por el cansancio de la política y la incertidumbre económica, Joseph Stiglitz es una voz imprescindible. En este libro -que incluye sus textos más polémicos e influyentes, como el ensayo que dio al movimiento Occupy su lema «Somos el 99 por ciento»- defiende y demuestra que no es necesario elegir entre crecimiento y equidad: una economía sana y una democracia más justa están a nuestro alcance, siempre y cuando dejemos a un lado los intereses erróneos y abandonemos lo antes posible unas políticas que ya han demostrado ser fallidas.
A continuación, un fragmento a modo de adelanto:
LA DESIGUALDAD ES UNA OPCIÓN
Es bien sabido a estas alturas que la desigualdad de rentas y riqueza en la mayoría de los países avanzados, sobre todo en Estados Unidos, ha aumentado de forma increíble en los últimos decenios y, por desgracia, se ha agravado aún más desde la Gran Recesión. Pero ¿qué sucede en el resto del mundo? ¿Se está cerrando la brecha entre unos países y otros, en la medida en que algunas potencias emergentes como China y la India han sacado a cientos de millones de personas de la pobreza? Y en los países de rentas bajas y medias, ¿las desigualdades están empeorando o mejorando? ¿Vamos hacia un mundo más justo o más injusto?
Son preguntas complejas, y las investigaciones recientes de un economista del Banco Mundial llamado Branko Milanovic y otros expertos apuntan varias respuestas.
La Revolución Industrial, que comenzó en el siglo XVIII, produjo una riqueza inmensa en Europa y Norteamérica. Desde luego, las desigualdades en estos países eran espantosas —piensen en las plantas textiles de Liverpool y Manchester, en Inglaterra, durante la década de 1820, o los sórdidos edificios de apartamentos en el Lower East Side de Manhattan y el South Side de Chicago hacia 1890—, pero la brecha mundial entre los ricos y todos los demás fue ensanchándose cada vez más hasta la Segunda Guerra Mundial. Todavía hoy, la desigualdad entre países es mucho mayor que la desigualdad dentro de los países.
Sin embargo, en la época de la caída del comunismo, a finales de la década de 1980, la globalización económica se aceleró y las diferencias entre unos países y otros empezaron a disminuir. En el periodo entre 1988 y 2008, «tal vez se produjo el primer descenso de las desigualdades globales entre los ciudadanos del mundo desde la Revolución Industrial», explicaba en un ensayo publicado en noviembre Branko Milanovic, nacido en la antigua Yugoslavia y autor de Los que tienen y los que no tienen. Una breve y singular historia de la desigualdad global. Es cierto que la brecha entre ciertas regiones se ha estrechado de forma considerable —en particular, entre Asia y las economías avanzadas de Occidente—, pero sigue habiendo otras enormes. Las rentas medias mundiales, por país, se han aproximado en los últimos decenios, sobre todo gracias al crecimiento de China y la India. Pero la igualdad entre los seres humanos, entre las personas, ha mejorado muy poco (el coeficiente de Gini, un criterio para medir las desigualdades, mejoró solo 1,4 puntos entre 2002 y 2008).
Es decir, aunque hay países de Asia, Oriente Próximo y Latinoamérica que, en conjunto, quizá estén poniéndose a la altura de Occidente, los pobres siguen quedándose atrás en todas partes, incluso en lugares como China, donde les ha beneficiado hasta cierto punto la mejora del nivel de vida.
De acuerdo con Milanovic, entre 1988 y 2008, los miembros del 1 por ciento más rico del mundo incrementaron sus rentas en un 60 por ciento, mientras que los que componen el 5 por ciento más pobre no mejoraron nada. Y a pesar de que las rentas medias han aumentado enormemente en las últimas décadas, todavía existen grandes desequilibrios: el 8 por ciento de la humanidad obtiene el 50 por ciento de las rentas mundiales; el 1 por ciento más rico obtiene el 15 por ciento. Los mayores incrementos de rentas se han producido entre la élite mundial —los directivos financieros y empresariales de los países ricos— y las vastas «clases medias emergentes» de China, la India, Indonesia y Brasil. ¿Quién ha perdido más? Los africanos, algunos latinoamericanos y los habitantes de la Europa del Este poscomunista y la antigua Unión Soviética, descubrió Milanovic.
Estados Unidos es un ejemplo especialmente desalentador. Y dado que suele «dirigir al mundo» en tantos aspectos, la posibilidad de que otros países sigan su ejemplo no presagia nada bueno para el futuro.
Por un lado, el aumento de las desigualdades de rentas y riqueza en Estados Unidos forma parte de una tendencia que se observa en todo el mundo occidental. Un estudio realizado en 2011 por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos llegó a la conclusión de que la desigualdad de rentas empezó a aumentar a finales de los años setenta y principios de los ochenta en Estados Unidos y Gran Bretaña (y también en Israel). Esta tendencia se extendió a finales de los ochenta. En el último decenio, la desigualdad de rentas ha crecido incluso en países tradicionalmente igualitarios como Alemania, Suecia y Dinamarca. Con unas cuantas excepciones —Francia, Japón, España—, el 10 por ciento de los que más ganan en la mayoría de las economías avanzadas progresó a toda velocidad mientras que el 10 por ciento más pobre se quedaba atrás.
Pero la tendencia no era universal ni inevitable. En esos mismos años, países como Chile, México, Grecia, Turquía y Hungría consiguieron reducir la desigualdad de rentas (en algunos casos, inmensa), lo cual indica que la desigualdad es el resultado de la acción de fuerzas políticas, no solo macroeconómicas. No es verdad que la desigualdad sea una consecuencia inevitable de la globalización, de la libre circulación de trabajadores, capital, bienes y servicios y de los cambios tecnológicos, que dan preferencia a empleados más formados y cualificados.
Entre las economías avanzadas, Estados Unidos tiene una de las mayores desigualdades de rentas y oportunidades, con devastadoras repercusiones macroeconómicas. El PIB estadounidense se ha multiplicado por más de cuatro en los últimos cuarenta años y casi por dos en los últimos veinticinco, pero, como ya sabemos, los beneficios han ido a parar a lo alto de la escala social y sobre todo, cada vez más, a lo más alto de lo alto.
El año pasado, el 1 por ciento más rico de los estadounidenses se embolsó el 22 por ciento de los ingresos del país; el 0,1 por ciento más rico, el 11 por ciento. El 95 por ciento de todos los ingresos desde 2009 ha ido a parar al 1 por ciento. Las cifras del censo hechas públicas recientemente muestran que la renta media en Estados Unidos es la misma desde hace casi veinticinco años. El varón estadounidense medio gana menos de lo que ganaba hace 45 años (después del ajuste por inflación); los varones que tienen el bachillerato pero no un título universitario superior ganan casi un 40 por ciento menos que hace cuarenta años.
Las desigualdades empezaron a aumentar en Estados Unidos hace treinta años, al mismo tiempo que las rebajas de impuestos a los ricos y la relajación de las reglas del sector financiero. No es una coincidencia. La situación ha empeorado a medida que han disminuido las inversiones en infraestructuras, educación, sanidad y las redes de protección social. La desigualdad, cuando crece, se refuerza a sí misma mediante la corrosión de nuestro sistema político y nuestro sistema democrático de gobierno.
Europa parece muy dispuesta a seguir el mal ejemplo de Estados Unidos. Las medidas de austeridad, desde el Reino Unido hasta Alemania, están provocando el aumento del desempleo, la caída de los salarios y unas desigualdades cada vez mayores. Autoridades como Angela Merkel, la recién reelegida canciller alemana, y Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, alegan que los problemas de Europa son consecuencia de un gasto en bienestar excesivo. Pero esa línea de pensamiento ha llevado a Europa a la recesión (e incluso a la depresión). El hecho de que quizá la situación haya tocado fondo —que quizá la recesión se haya terminado «oficialmente»— es magro consuelo para los 27 millones de personas en paro en la UE. A ambos lados del Atlántico, los fanáticos de la austeridad dicen que hay que seguir adelante, que son unas píldoras amargas necesarias para alcanzar la prosperidad. Pero ¿la prosperidad para quién?
El exceso de financiarización —que ayuda a explicar el dudoso honor de Gran Bretaña por ser el segundo país con más desigualdades entre las economías más avanzadas del mundo, después de Estados Unidos— ayuda a explicar asimismo por qué se ha agrandado tanto la brecha. En muchos países, el mal gobierno corporativo y el deterioro de la cohesión social han producido diferencias cada vez mayores entre el sueldo de los altos directivos y el de los empleados normales; todavía no se acercan al nivel de la proporción en las grandes empresas estadounidenses, 500 a 1 (según cálculos de la Organización Internacional del Trabajo), pero son mayores que antes de la recesión (Japón, que ha puesto un límite a la remuneración de los ejecutivos, es una notable excepción). Las innovaciones estadounidenses en la captación de rentas —enriquecerse no a base de aumentar el tamaño de la tarta económica sino manipulando el sistema para quedarse con una porción más grande— se han extendido a todo el mundo.
La globalización asimétrica también se ha cobrado un precio en todo el mundo. La movilidad del capital exige que los trabajadores hagan concesiones salariales y los Gobiernos, concesiones fiscales. El resultado es una competición a la baja. Los salarios y las condiciones de trabajo están en peligro. Empresas innovadoras como Apple, que basa su éxito en enormes avances en ciencia y tecnología —muchos de ellos financiados con dinero público—, han mostrado un talento increíble para eludir el pago de impuestos. Están dispuestos a recibir, pero no a dar.
La desigualdad y la pobreza infantiles son un escándalo moral especialmente grave. Refutan las insinuaciones de la derecha de que la pobreza es consecuencia de la vagancia y las malas decisiones, porque los niños no pueden escoger a sus padres. En Estados Unidos, casi uno de cada cuatro niños vive en la pobreza; en España y Grecia, uno de cada seis; en Australia, Gran Bretaña y Canadá, más de uno de cada diez. Y no son cosas inevitables. Algunos países han decidido crear economías más equitativas: Corea del Sur, donde hace medio siglo solo una de cada diez personas completaba sus estudios en la universidad, tiene hoy una de las mayores cifras de titulados universitarios del mundo.
Estos factores me hacen pensar que entramos en un mundo dividido no solo entre ricos y pobres, sino también entre los países que no hacen nada para remediarlo y los que sí. Algunos conseguirán construir una prosperidad colectiva, el único tipo de prosperidad, en mi opinión, que es verdaderamente sostenible. Otros dejarán que las desigualdades crezcan sin control. En estas sociedades divididas, los ricos se atrincherarán en urbanizaciones cerradas, separados casi por completo de los pobres, cuyas vidas les resultarán casi imposibles de imaginar, y viceversa. He visitado sociedades que parecen haber escogido este camino. No son sitios en los que nos gustaría vivir en general a nosotros, ni en los enclaves protegidos ni en los desesperados barrios de chabolas.
La gran brecha
La gran brecha proporciona un análisis comparativo enormemente útil de cómo se gestiona la desigualdad en el mundo, y propone una serie de reformas capaces de estimular el crecimiento e incrementar las oportunidades y la igualdad.
Escrita por: Joseph E. Stiglitz
Publicada por: Taurus
Fecha de publicación: 12/01/2015
Edición: 1a
ISBN: 9789877370133
Disponible en: Libro de bolsillo
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